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julio 17, 2025julio 17, 2025

San Manuel Morales

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“Yo le doy mi vida, disponga de ella, pero le pido por amor de Dios, por caridad, que no les haga nada a estos jóvenes…”

Estas fueron las últimas súplicas del padre Luis Batis al oficial que encabezaba el pelotón de fusilamiento.
Lo rogaba con voz firme y temblorosa, mientras la brisa levantaba el polvo del camino y agitaba los cabellos de los que se sabían sentenciados a muerte.

La súplica del Padre

—Mire, éste Manuel Morales es casado —continuó el sacerdote—. Tiene esposa y tres hijos pequeñitos. Estos dos jóvenes que lo acompañan son el sostén de sus familias. Sus madres ancianas no cuentan con más apoyo que ellos. Por caridad…

Frente a él, Manuel Morales, de apenas 27 años, inclinó ligeramente la cabeza.
Su rostro tenía la serenidad de quien ha entregado la vida a Dios mucho antes de perderla.


Un fruto del desierto

Había nacido en Sombrerete, Zacatecas, el 8 de febrero de 1898.
Huérfano de padre, se crió con sus abuelos en la pobreza.

De joven ingresó al seminario, pero renunció a su vocación sacerdotal para cuidar a sus viejos.

Más tarde, en Chalchihuites, trabajó con ahínco hasta fundar su propia panadería.
Contrajo matrimonio con Consuelo Loera y juntos formaron un hogar sencillo y feliz.

Era un cristiano íntegro, un hombre de oración y Eucaristía frecuente, comprometido con la defensa de la fe.

Presidente del Taller de Obreros Católicos León XIII y cofundador de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, fue siempre el principal colaborador de su párroco.


La ley que probó la fe de México

Pero llegó la persecución.
La ley que prohibía el culto público encendió la conciencia de muchos.

El 29 de julio de 1926, Manuel reunió a seiscientos vecinos en la plaza de toros.
Su voz retumbó en los muros de adobe:

“¡A los cuatro vientos y con el corazón henchido de júbilo gritemos: Viva Cristo Rey y la Morenita del Tepeyac!”


El arresto

El coraje de aquel mitin bastó para condenarlo.

La madrugada del 15 de agosto llegaron los soldados.
Entraron a la botica Guadalupana donde él y otros vecinos pedían la libertad del párroco.

—¡Manuel Morales! —gritó un soldado, encañonándolo.
—¡A sus órdenes! —respondió sin temblar.

Le siguieron empellones, golpes y la prisión.

Su esposa, Consuelo, se atrevió a interceder:

—Mi esposo es inocente… no ha hecho nada.

—Váyase tranquila, señora —mintió el oficial—. Le juro por mi madre que no le pasará nada.


El camino al martirio

Horas después, mientras la tarde se desangraba sobre los cerros, Manuel y los demás fueron llevados a la encrucijada conocida como Puerto de Santa Teresa.

El sacerdote volvió a suplicar por ellos.


El testimonio final

Entonces, Manuel tomó la palabra:

—Mire, señor cura, con gusto doy mi vida y se la entrego a Dios. Yo muero, pero Dios no muere. Él cuidará de mi esposa y de mis hijitos. ¡Que se haga la santísima voluntad de Dios!

El párroco respondió con voz quebrada:

—Morimos por la causa de Dios. No importa. Otros verán el triunfo. Dios no muere. ¡Viva Cristo Rey!

Los tres jóvenes repitieron el grito.

Manuel se descubrió la cabeza y, con el último aliento, exclamó:

—¡Viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe!


El sacrificio

Las balas segaron su vida a las dos de la tarde del día de la Asunción de María.

Allí, bajo el sol implacable y la mirada indiferente de los soldados, cayó aquel hombre sencillo que fue esposo, padre y testigo de Cristo hasta el final.


Su legado

Hoy, sus reliquias reposan en la Capilla de San Jorge dentro de la Catedral Basílica Durango y en la parroquia San Pedro de Chalchihuites Zacatecas.

Su voz, que un día clamó por la libertad religiosa, sigue resonando en la conciencia de México:

Yo muero… pero Dios no muere.

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  • Ruta Cristera Editorial

Publicado en Zacatecas
Etiquetado Beatos Mexicanos, Cristerios, Guerra Cristera, Martires, Persecución Mexico
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